Verano de 2001. Por "gamberradas" de la infancia, un leve esguince de tobillo me obligaba a guardar reposo. No había consuelo para un crío que no paraba en casa en esa época del año. Escuchaba voces procedente de la calle, y esos compañeros de fatiga que tengo la suerte de que siguen conmigo,no paraban de llamar a mi a casa día si, día también. Mi madre no se cansaba de responder: "tiene que guardar reposo, no puede salir".Encontré mi vía de escape en lo que, sinceramente, ha sido mi mejor atajo durante toda la vida, los deportes. Nada era tan traumático, iba a poder ver entero el torneo de Wimbledon, y sobre todo, iba a poder ver a "mi" tenista pasearse por el verde del All England Tennis Club. Estaba completamente seguro de que Pete Sampras iba a triunfar de nuevo en Londres. Iba a ser su octavo Wimbledon.
Sampras avanzaba las tres primeras rondas y se plantaba en Octavos de Final. En frente, un tenista suizo de sólo 19 años, Roger Federer.
En los minutos previos, los comentaristas se encargan de ensalzar la figura de Roger, "Un jugador llamado a ser grande entre los grandes", recuerdo.
El partido comienza y a medida que van sucediéndose los puntos, me voy dando cuenta de que el tal Federer no va a ser moco de pavo para Sampras, que pierde el primer set. Atónito ante el televisor, junto a mi padre, vemos que en una lucha titánica, Sampras y Federer llegan a la quinta y definitiva manga.
El set avanza y Roger tiene dos bolas de partido al resto, oportunidad que no desaprovecha. Lo había conseguido. Un chaval de 19 años había vencido al mejor tenista posiblemente de todos los tiempos hasta ese momento. Sampras juega su último partido cómo profesional y ahí se inicia el comienzo de un legado imborrable.Ese fue el comienzo de mi idilio personal con el suizo. Me empecé a preocupar de sus actuaciones en los torneos que disputaba, y a medida que iba cogiendo más y más fuerza en el circuito, más me iba quedando prendado de su forma de jugar. De ahí hasta hoy.
Roger Federer ha dado muchos motivos a lo largo de estos años para ser idolatrado, sin embargo, en mi caso, tengo la sensación de que fue un flechazo de una tarde de verano.
En contra del homenajeado, he de decir que cómo aficionado al deporte de la raqueta me hizo pasar uno de los peores tragos que uno puede sentir, un dilema moral cada vez que jugaba con Rafa Nadal.
Cuando empezaba a fraguarse esa pequeña rivalidad, me veía en la obligación de apoyar a Nadal, español y futuro de nuestro deporte. Sin embargo, no se me iba de la cabeza aquella tarde frente a Sampras, esa emoción contradictoria de ver que un tipo de 19 años vencía a uno de mis ídolos deportivos. Eso me hacía decantarme por el suizo, no por vencer a Pete - al fin y al cabo, mi tenista favorito-, sino por la forma en que lo hizo.
El tiempo se ha encargado de que, definitivamente, mis intenciones fueran las de ver a Nadal ganando, pero siempre con la paz interior de que en caso de victoria helvética, la amargura no iba a ser tan difícil de llevar.
Trece años después, puedo decir que ese sentimiento que tuve aquella tarde de 2001 ha ido a la alza, que jamás he disfrutado tanto del tenis cómo en esos duelos "a cara de perro" frente a Nadal, y que, pase el tiempo que pase, ese joven tenista suizo que aparecía aquella tarde en las pistas de Londres, permanecerá siempre en la memoria de este humide "plumilla". Eternamente Roger.
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