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Nueve
días. Tan solo nueve días han pasado del trágico suceso que conmocionaba al
fútbol español. Un capítulo que quedará marcado de por vida cómo el “domingo negro del balompié nacional”.
Días de agitación social donde la incertidumbre
se mezclaba con la ira y la blasfemia bailaba un tango junto al odio.
Sucedió lo que algún día estaba predestinado a que sucediese, una víctima
más de aquellos que toman el fútbol cómo
trampolín a la violencia. De repente, todo eran baños de solidaridad y duchas de compromiso. Había que atajar de
una vez por todas el problema, y había que hacerlo rápido, sin margen a la
duda. La comparecencia de “corbatas”
y los testimonios de aquellos que fueron testigo, directa o indirectamente del
bochorno, acaparaban toda la atención de los medios de comunicación.
La ciudadanía era un torbellino de opiniones de todo tipo donde se daban
cita topicazos cómo el “eso se veía
venir” hasta el “yo no sé porqué os
sorprende”. Otros, anclados todavía en el odio deportivo, lo achacaban a
que “siempre eran los mismos”.
Gozaría de “algo” de credibilidad este argumento si no fuera por el hecho de
que con él se tenía por objetivo desacreditar a un eterno rival, y por otro
lado, ensalzar la limpieza de su equipo simpatizante. La cuestión es que el
tema tocó la fibra de todos.
Dieciseis años, esos han sido los que han pasado desde el último
asesinato en el fútbol español por un grupo ultra. Un tiempo donde el fútbol ha
seguido ejerciendo de excusa perfecta para otros intereses que nada tienen que
ver con este deporte. Un periodo donde los sucesos extradeportivos han sido el perfecto
anfitrión para aquellos que, sin más, se
escudan en el balompié cómo ensalzador de pensamientos. Lo que es verdaderamente sorprendente es que hayan tenido que pasar
tantos años para que hubiese otra víctima.
No hace falta irse al deporte de élite ni al Vicente Calderón para evidenciar el tremendo grado de cólera que se
vive en un recinto deportivo. Sinceramente, no sé hasta qué punto se identifica
con la cultura del disfrute aquel que asiste a un evento de esta índole a “cagarse en la madre del árbitro”, a “desearle la muerte a un jugador del
equipo rival” o a difamar una y otra vez sobre esto y lo otro. Personas que
entran en un estado de enajenación mental donde la racionalidad pierde el pulso ante la pasión y esta, es utilizada
cómo vertedero de emociones infundadas en el odio hacía lo ajeno.
Ni mucho menos quiero con ello
enfundarme una medalla al “hincha
perfecto”, recuerdos de la infancia me hacen poseedor de ese perfil de
aficionado impulsado por la locura. Sin embargo, si es cierto que las primeras
imágenes que asocias al fútbol en esa época, van ligadas a esa
violencia mencionada, lo que me hacía entender el deporte de esa manera. Aún
recuerdo la humillante eliminación del
Real Madrid en manos del Alavés en Copa del Rey, o aquella cochombrosa
actuación de España en el Mundial de Francia 98’, momentos que me hicieron
jurar en arameo durante días, semanas, incluso meses.
Pero mentiría si dijera que esa alma enfermiza se remonta tanto en el
tiempo. No hace falta echar la vista tan atrás. Siento pena de mi mismo cuando
repaso mis primeras publicaciones en la red social Twitter. Cuando leo que a los aficionados del Barcelona les llamaba “catalufos”
y mi prisma de objetividad era tan absurdo como un burro amarrado a la
puerta del baile, parafraseando al bueno de Manolo García.
Capítulos cómo el del pasado 1 de Diciembre han de servir como punto de
inflexión para la inauguración de un proceso
de normalización en el fútbol español. Particularmente, creo que ese
ejercicio de solidaridad y responsabilidad de los primeros días ha sido
sustituido por el esperpento de los que, verdaderamente, han de ejercer de
normalizadores. Es muy difícil dar cobijo a esa nueva visión cuando el presidente de la Real Federación
Española de Fútbol parece eludir el tema. Los futbolistas -al fin y al cabo, protagonistas de todo esto- muestran
una frialdad escalofriante ante el tema y cada partido se ha convertido en una guerra de ideologías enfrentadas o
hermanadas donde el término medio ha perdido claramente la batalla.
Tengo la esperanza, por poca que sea, de que ese niño que empieza amar este deporte acuda a un campo de fútbol con
la única idea de disfrutar del espectáculo. Una ilusión que, para empezar a
adquirir dotes de realidad, ha de estar fraguada en un hincha que sepa disfrutar en su batalla con la ira. Para que todo
esto sea posible, la primera piedra la
han de poner aquellos que tienen la capacidad de tomar decisiones al respecto.
Es ahí donde esa pequeña esperanza
parece esfumarse.

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