miércoles, 10 de diciembre de 2014

De la tragedia al esperpento

-          Nueve días. Tan solo nueve días han pasado del trágico suceso que conmocionaba al fútbol español. Un capítulo que quedará marcado de por vida cómo el “domingo negro del balompié nacional”. Días de agitación social donde la incertidumbre se mezclaba con la ira y la blasfemia bailaba un tango junto al odio.
Sucedió lo que algún día estaba predestinado a que sucediese, una víctima más de aquellos que toman el fútbol cómo trampolín a la violencia. De repente, todo eran baños de solidaridad y duchas de compromiso. Había que atajar de una vez por todas el problema, y había que hacerlo rápido, sin margen a la duda. La comparecencia de “corbatas” y los testimonios de aquellos que fueron testigo, directa o indirectamente del bochorno, acaparaban toda la atención de los medios de comunicación.
La ciudadanía era un torbellino de opiniones de todo tipo donde se daban cita topicazos cómo el “eso se veía venir” hasta el “yo no sé porqué os sorprende”. Otros, anclados todavía en el odio deportivo, lo achacaban a que “siempre eran los mismos”. Gozaría de “algo” de credibilidad este argumento si no fuera por el hecho de que con él se tenía por objetivo desacreditar a un eterno rival, y por otro lado, ensalzar la limpieza de su equipo simpatizante. La cuestión es que el tema tocó la fibra de todos.
Dieciseis años, esos han sido los que han pasado desde el último asesinato en el fútbol español por un grupo ultra. Un tiempo donde el fútbol ha seguido ejerciendo de excusa perfecta para otros intereses que nada tienen que ver con este deporte. Un periodo donde los sucesos extradeportivos han sido el perfecto anfitrión  para aquellos que, sin más, se escudan en el balompié cómo ensalzador de pensamientos. Lo que es verdaderamente sorprendente es que hayan tenido que pasar tantos años para que hubiese otra víctima.
No hace falta irse al deporte de élite ni al Vicente Calderón para evidenciar el tremendo grado de cólera que se vive en un recinto deportivo. Sinceramente, no sé hasta qué punto se identifica con la cultura del disfrute aquel que asiste a un evento de esta índole a “cagarse en la madre del árbitro”, a “desearle la muerte a un jugador del equipo rival” o a difamar una y otra vez sobre esto y lo otro. Personas que entran en un estado de enajenación mental donde la racionalidad pierde el pulso ante la pasión y esta, es utilizada cómo vertedero de emociones infundadas en el odio hacía lo ajeno.
Ni mucho menos quiero con ello  enfundarme una medalla al “hincha perfecto”, recuerdos de la infancia me hacen poseedor de ese perfil de aficionado impulsado por la locura. Sin embargo, si es cierto que las primeras imágenes que asocias al fútbol en esa época, van ligadas a esa violencia mencionada, lo que me hacía entender el deporte de esa manera. Aún recuerdo la humillante eliminación del Real Madrid en manos del Alavés en Copa del Rey, o aquella cochombrosa actuación de España en el Mundial de Francia 98’, momentos que me hicieron jurar en arameo durante días, semanas, incluso meses.
Pero mentiría si dijera que esa alma enfermiza se remonta tanto en el tiempo. No hace falta echar la vista tan atrás. Siento pena de mi mismo cuando repaso mis primeras publicaciones en la red social Twitter. Cuando leo que a los aficionados del Barcelona les llamaba “catalufos” y mi prisma de objetividad era tan absurdo como un burro amarrado a la puerta del baile, parafraseando al bueno de Manolo García.
Capítulos cómo el del pasado 1 de Diciembre han de servir como punto de inflexión para la inauguración de un proceso de normalización en el fútbol español. Particularmente, creo que ese ejercicio de solidaridad y responsabilidad de los primeros días ha sido sustituido por el esperpento de los que, verdaderamente, han de ejercer de normalizadores. Es muy difícil dar cobijo a esa nueva visión cuando el presidente de la Real Federación Española de Fútbol parece eludir el tema. Los futbolistas -al fin y al cabo, protagonistas de todo esto- muestran una frialdad escalofriante ante el tema y cada partido se ha convertido en una guerra de ideologías enfrentadas o hermanadas donde el término medio ha perdido claramente la batalla.

Tengo la esperanza, por poca que sea, de que ese niño que empieza amar este deporte acuda a un campo de fútbol con la única idea de disfrutar del espectáculo. Una ilusión que, para empezar a adquirir dotes de realidad, ha de estar fraguada en un hincha que sepa disfrutar en su batalla con la ira. Para que todo esto sea posible, la primera piedra la han de poner aquellos que tienen la capacidad de tomar decisiones al respecto. Es ahí  donde esa pequeña esperanza parece esfumarse.

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