lunes, 9 de enero de 2017

Fútbol de panceta

   Me considero una persona afortunada por todo lo vivido estos años. Al fin y al cabo, viajar y poder conocer los grandes escenarios del fútbol español, y más haciendo aquello que te gusta, es motivo de fuerza para estar moderadamente feliz con lo vivido. Dentro de esto hubo mucho, muchísimo malo, pero ello no tiene nada que ver con las emociones generadas en ese momento. Además, uno intenta enterrar todo aquello por lo cual no ha sido tratado con justicia.
   La cuestión es que he tenido la posibilidad de palpar las diferentes culturas que rodean al deporte de la redonda en toda la geografía. Desde la enigmática hinchada que se da cita en el Camp Nou, hasta la caballerosa y agradecida afición del Athletic en el nuevo San Mamés. Pasando, como no, por la pasión enfervorecida de los presentes en Heliópolis o aquellos amigos de la excelencia que se agolpan en Mestalla.
   Culturas, maneras, y formas diferentes de vivir el fútbol. Sin embargo, hay una de la que quedé especialmente prendado. Estuve un tiempo razonable sin entender el porqué, hasta que la mañana del pasado domingo 'Stamford Ruiz' me hizo recuperar el sentido de la lógica. Si, salí completamente maravillado de Ipurúa, feudo donde el Eíbar disputa sus partidos,y fue el Manuel Ruiz de Castuera el que me hizo entrar en razones del motivo de ese grato recuerdo.
   Mañana de Noviembre de 2015, el Rayo Vallecano claudicaba en territorio armero. Las voces de impotencia de un humilde locutor jugaban a la vez con el olor a plancha encendida de los domingos. Desde la cabina de Unión Rayo se podía visionar perfectamente todo lo que había alrededor de Ipurúa. Personas que disfrutaban de la compañía, cerveza y tapa en mano, teniendo como nexo de unión a tal disfrute este disparatado deporte.
   Siempre he entendido así el fútbol. Desde muy pequeño, acostumbré a ver una cantina agolpada de personas a la par que deliraban y balbuceaban contra el árbitro, el delantero o el que se pusiera en ese momento por medio. Esto último evidentemente no ha cambiado, al igual que tampoco lo ha hecho la frustración e irritación de los más proclives a esta práctica.
   De repente, era uno más de esos. Pequeños ataques de cólera de los que creía haberme desentendido de por vida. Evidentemente, no me siento orgulloso de ello, al igual que tampoco entendí en el momento la razón de esa demencia. Nunca paso por alto alguna actitud o hecho del cual no me sienta a gusto consigo mismo, y este no fue una excepción.
   Pocos, muy pocos han sido los momentos a lo largo de estos años en los que he podido disfrutar del fútbol con una tapa de panceta en la mano. La matinal del domingo sigue destinada al fútbol, pero ahora son tiempos de contarlo. Perdí la noción de aficionado puro y duro, y capítulos como el del pasado domingo ayudan a recuperar esa parte escondida de hincha enfervorecido que uno sigue guardando.
   Ese es mi fútbol, el que he vivido y el que he mamado. El  de la panceta, el que no entiende de alfombras rojas ni persecuciones arbitrales, aquel que actúa como excusa perfecta para quedar con amigos. El que vence a lo material, el que mantiene a flote las ansias terrenales de triunfo. El que atraviesa la Península Ibérica desde la ahora 'elitista' Eíbar hasta una humilde localidad avanzada en gastronomía turronera.
 




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